Leonardo Boff es un heterodoxo con respecto a la ortodoxia del Magisterio. Esto está clarísimo: acudamos a sus escritos, especialmente a los de su última producción ensayística, los correspondientes a los últimos lustros.
Pero “el problema” es otro, entiendo, atentos lectores de Atrio, portal donde se concita –se pretende que se concite- lo sagrado y lo profano. El problema para mí no es tanto juzgar, condenar o deslegitimar a Leonardo Boff –con mucha más solvencia teológica que la que yo pueda exhibir, hay toda una cohorte de teólogos neoinquisidores encargados de tales sumarísimas e inmisericordes condenas, para mí que a menudo rayanas en lo patológico fundamentalista y fanático-, siquiera en la medida de mis recursos y posibilidades, cuanto permanecer siempre “al loro” para tratar de comprobar por mí mismo cuáles de las críticas de Leonardo Boff a la Iglesia institucional y sobre todo jerárquica, e incluso a la doctrina del Magisterio, me parecen válidas, legítimas.
Reconozco que es la mía una propuesta tan “peligrosa” como necesaria, una empresa de tamaña envergadura, de tales altos vuelos, que puede muy probablemente sobrepasar mis capacidades. A decir verdad, como atinadamente sostiene José María Castillo en su libro Espiritualidad para insatisfechos (Trotta, 2007), el deseo de fidelidad al Magisterio no excluye el núcleo de un cierto conflicto interior, de un cierto desgarramiento, puesto que la fidelidad y el amor debidos y profesados a la Iglesia te han de llevar al Evangelio, ciertamente, con la particularidad de que el deseo mismo de fidelidad al Evangelio también te lleva a comprobar, a veces muy dramáticamente, cuánto traiciona y ha traicionado la Iglesia al Evangelio.
José María Castillo se permite un ejemplo de lo que acabo de decir, en su libro citado: reparamos por un momento en las conflictivas relaciones de Jesús de Nazaret con el poder de su tiempo histórico, y consideremos sobre todo la simplicidad de su vida, las gentes con las que él tenía frecuente trato, su profetismo de predicador ambulante, la forma como murió y quiénes eran los que compartieron con él suplicio, etcétera, y comparemos todo ello con una alocución papal cualquiera, desde la cátedra pontificia vaticana... A mi modo de ver, lo gordo de todo esto es que, salvo fieles católicos completamente identificados con la estructura organizativa actual de la Iglesia y con la doctrina completa de esta –no raramente, fieles adscritos a planteamientos fundamentalistas-, lo normal en nuestra sociedad es encontrarse con personas muy “decepcionadas de la Iglesia”, decepcionadas por todo el organigrama de su aparato de poder, por ejemplo. Personas a las que poco o nada les dice el hecho cierto de que ahora los jerarcas de la Iglesia parezcan haber “cambiado de chip”, en efecto, a base de mostrarse más entrañablemente cercanos, fraternos, asequibles y “normales”, puesto que casi todo el mundo recuerda que no ha mucho no actuaban así precisamente, cuando la Iglesia católica disponía de un predicamento social y de un poder de convocatoria de que hoy carece.
Dicho con otras palabras: hace unos pocos días escuchaba, de chiripa, de pura casualidad -pues hacía zapping radiofónico en la radio de mi coche-, en la emisora católica Radio María una crónica sobre una reciente peregrinación-concentración de miles de jóvenes en Santiago de Compostela. Al parecer, algunos obispos participaron en la misma, codo a codo con los jóvenes, haciendo incluso a pie parte del camino peregrino, compartiendo me supongo que distendidas charlas con los jóvenes, acaso conversaciones intensas, profundas, acaso el sacramento de la reconciliación, tan en desuso hoy día, amén del cansancio del camino, sudores y hasta ampollas en los pies…
Suena magnífico, de verdad, como mínimo: esas prácticas y gestos episcopales claramente más humanos, cordiales, y ni que decir que más en sintonía con la sencillez, humildad y simplicidad evangélicas, pueden en efecto atraer, suscitar el deseo de “volver a casa”, a la casa común que es la Iglesia universal, a no pocos fieles de fe como adormecida, tibia, mortecina. Bendito sea Dios por tal acontecimiento. Empero me consta, creo, que muchas personas van a seguir juzgando todos esos gestos episcopales como propios de una situación de “desesperación”, de palmaria emergencia, casi de grito de socorro: con la que está cayendo de apostasía silenciosa de las mayorías, de crisis de la fe católica y de descrédito social de la propia Iglesia, los obispos no se verían sino obligados a actuar así, por tratar de no echar más leña al fuego de la increencia generalizada, la crisis de la fe y el descrédito social en que ha venido a caer la Iglesia católica.
Añaden esos críticos que juzgan en tales términos el fenómeno que aquí describimos, que una prueba de que se trataría en todo caso de gestos episcopales para la galería la tenemos en el hecho de que la estructura de poder jerárquico de la Iglesia sigue siendo exactamente la que es: el Papa como jefe de Estado, monarca de una monarquía absoluta con plenos poderes (legislativo, judicial, ejecutivo), sumo pontífice, santo padre, santidad (títulos honoríficos tan antievangélicos, argumentan muchos críticos, por muy anclados en la Tradición que estén), asesorado por una corte de príncipes, esto es, cardenales (quienes podrán ser maravillosas personas y maravillosos creyentes discípulos de Jesucristo, sin duda, pero que el común de los mortales, me atrevería a afirmar que sigue percibiendo como pertenecientes a un ámbito distante, a un club elitista y selecto alejado de las preocupaciones cotidianas del común de los mortales: el trabajo, duro a menudo cuando se tiene y cuando no está o se tiene, el hacer la compra semanal, la educación de los hijos …), inmediatamente por miles de obispos que, lo mismo, aparentan cercanía, sencillez, humildad y disponibilidad -solo Dios conoce con qué intención, ahí no me meto-, pero que no dejan de ser lo que son: eminencias, ilustrísimas, monseñores, poder sagrado, erótica del poder, identificación con las fuerzas ideológicas de la derecha…
De modo que sí, que en efecto puede que sea muy cierto que no pocos fieles y hasta personas alejadas de la Iglesia aplauden todos esos gestos episcopales que muestran un talante más abierto, dialogante, acogedor, fraterno, igualitario, solo que otros muchos, acaso sempiternamente más críticos, más inconformistas, más en permanente frontera entre la fe y el mundo, no terminan de creerse esos gestos, puesto que consideran que más que debidos a un intento de acercar más decidida y radicalmente la Iglesia al espíritu del Evangelio (sencillez, humildad, crítica al poder, Iglesia entendida como comunidad fraterna de iguales…), son el resultado de esa cierta ”desesperación” a que he querido referirme: la Iglesia sigue sumida en un gran descrédito social en España; la galopante crisis de la fe es eso, más que obvia; los templos e iglesias no se llenan sino en funerales, bodas y primeras comuniones, que no pasan de actos sociales, en la mayoría de los casos, cada vez más ajenos a la dinámica sacramental de la fe; los jóvenes, a pesar del “espejismo” de los encuentros con el Papa, que arrastran, cierto, a cientos de miles de jóvenes, a millones incluso, en general pasan olímpicamente de la Iglesia, sobre todo en cuestiones de moral sexual, de la que también, por cierto, pasan en no poca medida no pocos de esos mismos jóvenes que se declaran católicos y que, llegado el caso, no dudan en vitorear al Papa, incluso aunque profesionalmente la Iglesia misma haya depositado en ellos ciertas responsabilidades profesionales, remuneradas, obviamente…
Por último, casi huelga reconocer que puede que esté equivocado en mi diagnóstico, en todo o en parte, solo que me consta que no deben escasear las personas que ven el asunto como he expuesto que lo veo yo.
10-8-2010. LUIS ALBERTO HENRÍQUEZ LORENZO
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