miércoles, 23 de junio de 2010

El eco O'Shanahan, en la muerte de un sabio isleño


Ha muerto Jaime O'Shanahan y los pájaros siguen cantando. Quiso la casualidad que, mientras dejaba el último aliento en su isla jardín de Gran Canaria, como un eco natural, me encontrara yo andando bajo una sombra relictual de lauráceas en un bosque que en otro tiempo fue parte de la selva de Doramas. Seguramente no es una coincidencia y de que este hecho casual ambos hubiésemos hablado largo tiempo hasta perdernos en la fragilidad de alguna planta endémica.

Un hombre tranquilo que miraba a la isla para conservarla en sus ojos de isla, un sabio isleño, vuela ya hacia otro paisaje. Ya todo él es un legado imperecedero, no sólo las treinta y pico mil imágenes que, con tanta paciencia como curiosidad, tomó a lo largo de su vida y que ahora componen un interesante archivo en la Universidad. Queda la enseñanza de su actitud personal ante nuestra naturaleza y nuestras costumbre insulares.

Dicen que un hombre culto es alguien que si ha estudiado no se le nota y si no tampoco. No me cabe la menor duda de que Jaime era una persona muy culta. Él me enseñó en una ocasión, hace un par de décadas, a considerar lo que tenemos antes que lo que perdemos. Plantábamos juntos palmeras, que hoy lucen altivas y frondosas a la entrada de Telde, y yo me quejaba del progresivo retroceso de la masa forestal de la Isla. Él me citó a Tagore, el poeta hindú, advirtiéndome que si lloraba porque se había ido el sol, las lágrimas me impedirían ver las estrellas. Años más tarde, en otro lugar, me dijo que la solución para la recuperación natural de Gran Canaria era que todos nos fuésemos de la isla durante unos cientos cincuenta años y luego volviésemos, cuando el trabajo estuviese hecho. Cito ambas anécdotas porque, aunque parezcan contradictorias, sencillamente muestran una gran sabiduría.

La última vez que lo vi fue hace unos meses en la calle de Triana. Iba yo despistado y oí su amistoso saludo: "Adiós, Ilustre". Nos dimos un fuerte abrazo y hablamos durante un buen rato, ante el joven sorprendido que lo ayudaba con la silla de ruedas. Me mostró orgulloso la insignia del Museo Canario que prendía de su solapa, por el lado del corazón. Lamentamos tanta desidia, pero quisimos quedarnos con la gran tarea que aún queda para conservar la tierra y el mar que antes fueron isla.

Hace años que llevo insistiendo en la idea de un reconocimiento público a su persona. Tal vez una plaza con su nombre. La última vez fue en una charla en Telde hace unas semanas. como ocurre tantas veces, él ya no podrá vivirlo. No obstante, ahora se hace más necesario, porque empezamos a invadirnos de su ausencia, aunque el eco de su pasión naturalista es ya una voz eterna desdoblando en el aire por las laderas, barrancos y orillas de nuestra isla desnuda. Seguimos en una ruta. Hasta siempre, Ilustre.
José L. González Ruano. Las Palmas de Gran Canaria

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