Una defensa de la oralidad o tradición oral como fundamento no sólo de lo que suele llamarse cultura de los pueblos sino también como imprescindible mecanismo de transmisión de conocimientos humanísticos y científicos de todo tipo y de muy considerable valor cognitivo o intelectual, una reivindicación de la memoria histórica, una reflexión sobre la necesidad de recuperar, conservar, recrear y amar el riquísimo legado de lo que comúnmente se conoce como cultura canaria, una brevísima consideración sobre la patética crisis de fe que se vive en la Iglesia católica actual, y asimismo un apunte final sobre la sed de infinito o sed de eternidad que creo subyace en un anhelo tan intensamente humano como es el de "desear amar para siempre a la persona amada", son los temas que abordo en esta reflexión que titulo "Apuntes dispersos sobre la oralidad y la memoria". "Apuntes dispersos" porque acaso se trate de un ejercicio reflexivo poco sistemático; de resultar así, en efecto, poco sistemático por estar justamente conformado por esa disparidad dispersa de temas, no obstante confío en que al menos sí sepa suscitar inquietudes en el lector conducentes a ulteriores y probablemente mucho más fecundas consideraciones sobre los temas que apenas esbozados en estas líneas.
Meollo del artículo
He de comenzar dando las gracias por el último número de la revista La Cantonera (La Cantonera nº 11, diciembre de 2010, año 11), órgano de expresión de la Tertulia Pedro Marcelino Quintana. Fiel a su vocación fundacional o primigenia de bucear ( margullar, mejor el canarismo) en la historia local aruquense, este número me parece magnífico: el habitual artículo, funcionando como pórtico de entrada, como seña de identidad de la revista, del recordado sacerdote y cronista que fuera de la ciudad de Arucas, D. Pedro Marcelino Quintana Miranda (artículo inicialmente publicado el 21 de febrero de 1930 en el desaparecido El Defensor de Canarias, periódico de inequívocos ecos decimonónicos); y en fin, como no podía ser de otra forma, las habituales secciones de la revista ("Ora et labora", "El riego de los poetas", "Noria Literaria", "La Cascada"...).
De entre esas secciones de La Cantonera, querría destacar una, a saber, "Nombres Propios", para, inspirándome en ella, fecundar esta reflexión. Cosa que trataré de hacer incorporando algo así como "motivos de mi propia memoria personal". O dicho con D. Miguel de Unamuno, desterrado en Fuerteventura durante la dictadura de Primo y eximio visitante de algunas de nuestras islas en los primeros compases del siglo XX (véase su libro Por tierras de Portugal y de España): "Aspectos y momentos de la intrahistoria". No en balde, la Historia, escrita así con mayúsculas, no sólo la van determinando o decantando los grandes acontecimientos (guerras, pactos entre naciones, grandes descubrimientos tecnológicos y geográficos, alianzas entre Reinos y Coronas...), sino que se va gestando, y va siendo parida, sin prisa, como sin pausa, por todos esos infinitos o in-números momentos de vida anónima de los pueblos. A lo largo y ancho de los siglos. Aquí, en este pequeño rincón del planeta Tierra llamado Arucas, en la isla de Gran Canaria, como también en Pekín, en todo Perú, en la ciudad de Montevideo, fundada hacia el siglo XVIII por inmigrantes canarios, quienes, en su inmensa mayoría, no volverían al Archipiélago...
Veamos. A poco de hacerme con un ejemplar del último número de la revista, cae el susodicho en manos de mi madre, vecina de Arucas de siempre y que cumplirá, Dios mediante, 70 años en mayo. Enseguida descubre mi progenitora la semblanza incluida en la sección "Nombres Propios", a cargo de la pluma del actual cronista oficial de nuestra ciudad de Arucas, el señor D. Pablo Policarpo de Jesús y Vélez de Quesada. Y comienza a emocionarse ella mi madre -me quiero suponer que al igual que tantas personas vecinas de Arucas, lectoras de la revista La Cantonera- tirando de la madeja de los recuerdos.
Mi madre conoció al glosado maestro aruquense Juan Manuel González Santana, alias el Mai . Pero sobre todo inundó su memoria el recuerdo de la madre del llorado maestro J. Manuel González. Mi madre había conocido de pequeña a Mariquita, que así era conocida por muchos la madre del maestro apodado el Mai, una señora que pasó a vivir, según he sabido también por la tradición oral, además de por los apuntes que deja caer en su artículo Pablo de Jesús, a La Hoya de la Campana, en la zona conocida como Mayordomía de la Marquesa de Arucas. Ella, desde recién casada, se había ido a a vivir al recoleto caserío de El Puesto Escondido.
He escrito con cursivas recoleto aplicado al caserío conocido como El Puesto Escondido porque me parece un acierto del cronista oficial de Arucas Pablo Policarpo de Jesús el aplicar tal adjetivo a ese conjunto de casas, pequeño y en efecto recoleto y escondido vecindario que supone una conexión, vía atajo, entre el también secular barrio de El Cerrillo y La Montañeta, a través de esa vecindad de casas conocidas como La Carretera Nueva. Y porque quiero tirar de la madeja de la memoria yo que escribo, esto es, ir al encuentro de esos "motivos de mi propia memoria personal". Para concluir o confirmar que en efecto el recoleto conjunto de casas conocido como El Puesto Escondido transmite algo así como una calma impresión de tiempo detenido. Si uno accede a él a través de la entrada de El Cerrillo, situada muy cerca de la ermita del Calvario (puesta bajo la advocación del Cristo de la Salud, edificación de principios del siglo XVIII), se encuentra con algunas casas viejas y con una cantonera no descubierta. Pararse delante de la vetusta puerta de esa cantonera y escuchar el murmullo del agua corriente, para mí que inevitablemente lo debe transportar a uno a un pasado no tan pasado, no tan remoto, en el que la agricultura era la ocupación principal de los vecinos de la zona, y aun de toda Arucas, no en balde celebrada por la fertilidad de Las Vegas, Hoya Aríñez...Y no en vano el municipio de todo el Archipiélago que hace un puñado de décadas llegó a contar con la mayor superficie cultivada de plataneras: los de mi generación aún recordamos, sin duda, en años de nuestra infancia, cuando Arucas era sencillamente un mar, intensísimamente verde, de plataneras.
Un mar de plataneras -pulso de nuevo la tecla de la memoria-: miles de jornaleros arreglados con la indumentaria típica compuesta de ropas manchadas de la sabia de la platanera, cuchillo canario o naife ceñido a la cintura, en algunos casos me parece recordar que no entre el cinto y la cintura sino entre el fajín y la cintura... En fin: todo ese tiempo de masiva utilización de bestias para el transporte humano y las faenas del campo (incluidos los dromedarios, subespecie canaria ya hoy día reconocida, también con relativa abundancia presentes en el sur de Gran Canaria y de Tenerife, no sólo en Lanzarote y Fuerteventura), tiempo de cho Bartolo y cha Josefa que ya casi ha desaparecido del todo en nuestra realidad canaria actual y que, si lo queremos recuperar y celebrar, hemos de ir lo a buscar a la tradición oral, a la llamada memoria histórica, al folklore, al costumbrismo canario inaugurado por autores como los hermanos Luis y Agustín Millares Cubas -en realidad, antes por el padre de éstos, el eximio Agustín Millares Torres, historiador, novelista de novelas románticas ambientadas en la realidad canaria, y músico compositor-, Ángel Guerra, Benito Pérez Armas, o Miguel Sarmiento.
De modo que sí: delante de la vetusta puerta de la cantonera de entrada a El Puesto Escondido, dejándose sorprender por el murmullo corriente del agua embalsada, no me parece posible resistir la tentación de pensar en lustros, décadas, siglos pasados incluso, en los que Arucas fue soberanamente pródiga en la agricultura y en cuanto a ella estuviera ligado: acequeros, aguadores, arrieros, jornaleros, ganaderos, pastores... Estos y otros muchos oficios, ligados todos al sector primario de la economía canaria.
Asimismo, acceder al barrio aruquense de La Montañeta a través del atajo de El Puesto Escondido, se me antoja que también como que inevitablemente ha de conectar a uno con un tiempo pasado en el que las carreteras hoy día transitadas por vehículos a motor, acaso en gran cantidad, no importaban tanto, no eran esas vías imprescindibles que son hoy, de manera que los llamados popularmente como “caminos reales”, que no son sino los caminos rústicos o de herradura, y en general cualesquiera atajos entre pueblo y pueblo, caserío y caserío, vecindad y vecindad, importaban más para las personas; y para los burros y otras bestias utilizados en las labores del campo y como medio de transporte humano y aun de carga. Desde la distancia de los años y sin haber vivido quien estas líneas escribe con plena intensidad en el corazón de esa vida rural sino más bien habiéndola conocido, a una cierta distancia epocal, a través de muchos aspectos de la misma, sentimos que ese tiempo debió estar afectado por montañas de problemas e injusticias (caciquismo, pobreza, miseria, incultura, falta de higiene personal y colectiva, deficiencias sanitarias, falta de infraestructuras ciudadanas de todo tipo, fuerte estratificación social, clasismo, superstición, comportamientos de imperioso convencionalismo social y aun hipócrita...); pero a la vez, emocionadamente se nos aparece como que debió ser un tiempo densamente humano, despacioso y ceremonioso, de aire conventual y señorial en el que las prisas apenas debían existir; por ejemplo, la urgencia de tener que coger el coche para estar en media hora en el mismo lugar en el que hace cien años se tardaba en llegar dos, tres, cuatro horas, o tal vez más.
Sin duda, se caminaba más por necesidad en ese entonces. Verbigracia, tratemos de imaginarnos un día laboral por la zona aruquense conocida como Las Vegas, pongamos no hace tanto, medio siglo: alpendes, trasiego de cuadrillas de labradores, jornaleros, ganaderos, mujeres cereto en mano o cesta de mimbre a la cabeza... Hoy día, como cosa impensable hace apenas esos cincuenta años que proponemos, también hay trasiego de docenas y docenas de personas por la zona, sólo que ni van ni vienen de las labores del campo: van y vienen de caminar o para caminar por la avenida conocida como Avenida del colesterol. Para caminar por gusto, por ocio, para practicar deporte, por estar sanos con el ejercicio físico... Para nuestros abuelos, el ejercicio físico quedaba de algún modo garantizado por la muy esforzada jornada de trabajo, aún en ese tiempo heredera de la jornada laboral ejercida de sol a sol, o incluso aún jornada de sol a sol; impensable, así pues, para la mentalidad de ese entonces, la conversión actual de Las Vegas en una zona de paseo deportivo.
Volviendo a la zona conocida como La Hoya de la Campana, en que vivió la madre del maestro J. Manuel González Santana, sujeto de la glosa a cargo del cronista actual de Arucas, y sobre todo tirando nuevamente de la madeja de la memoria, de la fuente dormida de mis recuerdos, mi memoria me lleva a una infancia en la que, muy episódicamente, veo a un grupo de chiquillos del barrio de La Montañeta -modesto barrio cuyo origen poblacional-fundacional debe sin duda estar muy ligado al cultivo de la cochinilla en Arucas hacia la segunda mitad del siglo XIX- llegarse hasta las fértiles fincas de la zona a que nos referimos y volver con el premio de trozos de caña de azúcar o caña dulce. Hoy día, ni rastro de la dulcísima caña de azúcar queda por la zona; en Arucas, únicamente unas mínimas fanegadas se dedican aún, tengo entendido, a cultivar caña de azúcar en la zona conocida por Las Vegas, producción destinada a rones añejos en la propia Destilerías Arehucas. Y pensar que entre las fotos familiares guardamos una, fechada lo más probable sobre la primera mitad de la década de los cincuenta del siglo XX, en la que aparece mi padre junto a sus padres y varios de sus muchos hermanos en una instantánea que inmortaliza el cultivo y la zafra de la caña de azúcar en la zona de Padilla, en Firgas.
Contemplados los hechos de mi infancia aludidos desde la perspectiva que otorgan 35 años transcurridos, calculo aproximadamente, año arriba año abajo, saco una conclusión: yo y los ya jóvenes maduros de mi generación (segunda mitad de los años sesenta) puede que pasemos a ser algo así como una pequeña parte de los últimos testigos de los coletazos finales de la cultura agrícola y rural en Canarias. Admito que lo que digo puede sonar o parecer exagerado, acaso pretencioso e, incluso, incierto. En realidad, lo que estoy queriendo plantear es que la llamada civilización científico-técnico (era de la información, sociedad del conocimiento, etcétera) está suponiendo, al menos en Occidente, la génesis de una nueva etapa civilizatoria caracteriza por el carpetazo o estocada final a la precedente cultura campesina, con todo lo que ésta suponía o implicaba. Vamos, que estamos ante un evidente cambio de era.
Incluso en la Iglesia católica manifiesto ese cambio de era: de la promoción de militantes, única razón de ser de toda evangelización posible, se viene pasando, sobre todo en los últimos lustros, a la predilección por toda suerte de burócratas y espiritualistas desencarnados que, incluso -lo cual es tan vergonzante como patético- a menudo profesionalmente viven gracias a la Iglesia católica misma, pero "sin dar el callo", sin compromiso apostólico o militante alguno. Si bien, a decir verdad, ese cambio de era manifiesto en el seno de la Iglesia católica es obvio que no se refiere, ni modo, como dicen en México y en amplias zonas de Centroamérica, exactamente a operaciones de desarrollo tecnológico y de superación de costumbres tales como dejar el arado y la yunta de bueyes, pongamos, por el tractor; el cambio de era operado en el seno de la Iglesia universal es consecuencia directa de la espantosa crisis de valores que ha traído consigo el heterogéneo movimiento -no siempre o en todo negativo- conocido como postmodernidad. La postmodernidad es hija de la civilización científico-técnica, de la era de Internet, etcétera, y como tal aparece en una etapa de la humanidad que trata de arrumbar todo lo que suena o huele a cultura campesina. Sin embargo, repito: la debilidad actual de la fe en el seno de la Iglesia católica, detectable hasta por los que ni ven ni oyen, muy cierto es que no es consecuencia directa del abandono del campo y la ruralidad existencial, sino consecuencia de haber ido dejando colar en el seno de la Iglesia universal el secularismo, es decir, el espíritu del mundo contra el Evangelio, o el ideal de familia burguesa frente o contra el ideal de familia cristiana militante abierta a la solidaridad desde la vivencia de una espiritualidad conyugal o de conversión y la apertura a la vida (traer hijos a este mundo). De modo que henos aquí adonde quería llegar: no llego a plantear, como sí planteara en su siglo el genial filósofo personalista ruso N. Berdiaev (1874-1948), que esta crisis civilizatoria debe ser superada volviendo los ojos a la Edad Media; sin embargo, esta crisis civilizatoria en general y la patética crisis de fe que asola la Iglesia católica en particular, pueden, a mi juicio, comenzar a ser superadas recuperando los viejos valores que se han ido perdiendo: apuesta por el misterio, recuperar la pregunta por Dios, seguir apostando por la solidaridad, por el ser frente al tener, por modos de vida amicales, fraternos y sencillos frente a las vorágines maquinales y despersonalizadoras del consumismo... Y claro, en ese movimiento de búsqueda de recuperación de todos esos valores que se han ido entre debilitando y perdiendo, el volver los ojos a nuestras raíces enterradas entrañablemente en la entraña del Pueblo, en absoluto viene mal sino justo todo lo contrario.
Abundando en lo dicho en el párrafo precedente, cierto que ni la agricultura ni el llamado sector primario productivo o económico "en su conjunto" o de forma global (pesca, agricultura, ganadería) van a desaparecer de Occidente; y menos de Canarias, archipiélago atlántico históricamente supeditado al sector primario, antes de que inglesas soñadoras como Olivia Stone y otras se llegaran a estos rincones, inicialmente a Las Palmas de Gran Canaria y al Puerto de la Cruz, en Tenerife (años iniciáticos del nacimiento o despegue del turismo en Canarias, hacia la segunda mitad del siglo XIX) ; pero sí que han sufrido una transformación tal que "parecen otra cosa". Esto es, cultivar la tierra sigue siendo esencialmente lo mismo que fue hace miles de años en pleno Neolítico, cuando el hombre descubre la agricultura y, con ella, la necesidad de establecerse de forma sedentaria, más allá del nomadismo, al tiempo que con los productos del campo "descubre" asimismo la propiedad privada; sin embargo, entre cultivar la tierra con instrumentos como el arado y una yunta de bueyes y arar la tierra con tractor y utilizar plaguicidas... En fin, a buen entendedor... Con todo, superadas ya casi totalmente en Canarias esas prácticas propias del campesinado de hace medio siglo hacia atrás, lo que no podemos es obviar o preterir la emoción "romántica y de la tierra" que nos produce la sola contemplación, excepcionalmente aún en nuestros campos, de una yunta de bueyes en plena faena de arado de los terrenos de cultivo: es una emoción que, aunque la hayamos sentido una y cientos de veces, nunca cansa, nunca ahíta, porque se trata de una emoción radical y esencialmente humana, además de identitaria; una emoción que es como si nos quisiera devolver al origen del que somos. Al polvo del que venimos.
Volviendo a la emoción de mi madre por "culpa" de la lectura del artículo de la sección "Nombres Propios" en La Cantonera nº 11, y además retomando mis propias impresiones de la lectura de ese trabajo -como ya sabemos, impresiones que son fruto del manantial de mis recuerdos, frutos de mi mirar hacia mi propia intrahistoria y hacia mi propia percepción del paso del tiempo-, quiero constar por escrito que el haber tenido conocimiento de la madre del glosado J. Manuel González Santana, a cuya casa en La Hoya de la Campana mi madre acudía de pequeña a comprar queso, me puso inmediatamente en contacto con un episodio de mi infancia, esto es, con uno de esos innúmeros episodios anónimos que, como ya he tenido ocasión de reconocer supra, van conformando el perfil de los pueblos, la vida misma, el devenir de la Historia con mayúsculas. Me quiero referir a la impresión que me produjo el haber alcanzado a conocer a la abuela de un tío político mío, la cual, según mi madre, fue muy amiga de la madre de J. Manuel González Santana. (No sé si ya se han dado cuenta, amables lectores, de que estoy contando sobre lo sorpredente que es plantear que aún viven muchas personas que trataron a mujeres que, de vivir, tendrían entre 120 y 130 años; y más, lo "increíble" de que yo mismo, que tampoco soy tan viejo, pues pertenezco a la generación de los nacidos en la segunda mitad de los celebrados años sesenta del siglo XX, llegué a conocer en mi infancia a varias de esas personas, ya muy ancianas cuando yo alcancé a conocerlas). Así, recuerdo con nitidez varias veces en que, en compañía de ese tío político mío llamado Antonio Pérez, natural de El Cerrillo, entré en la habitación de aquella vieja. Como si de repente hubiera retrocedido en el tiempo, 50, 80, 100 años, o acaso más, sigo teniendo muy presente esta impresión que diré: me parecía estar viendo a una anciana convertida en una especie de endeble y muy añosa, ajada muñequita, tapadísima hasta el cuello en la cama y que casi ni hablar podía.
Algunos lustros más tarde, acabaría asociando la visión de aquella vieja, guardada a buen recaudo en mi memoria -la memoria es selectiva, afirman: tiene tendencia a seleccionar aquello que fue amado, celebrado-, a la imagen que bien podía forjarme yo mismo de uno de los más emblemáticos y fundacionales personajes femeninos de la genial Cien años de soledad, del colombiano Gabriel García Márquez Márquez.
Abundando en este mismo tipo de visiones, idéntica impresión me produjo el haber alcanzado a conocer -como ven, tirar de la madeja de los recuerdos...-, esta vez en compañía de mi padre que en gloria esté, a uno de mis bisabuelos paternos, un campesino de Firgas, como miles de campesinos para la posteridad anónimos, llamado en el siglo Manuel Cabrera. Antes o después de conocerlo en persona, mi padre recuerdo con precisión que me aseguró en varias ocasiones que su abuelo Manuel Cabrera había cogido 18 años del siglo XIX, ¿o eran 20? Por ahí. Cuando yo lo conocí, en la década de los setenta, yo podía rondar los 10 años, puede que menos, y ya pasaba él de los 90 y hablaba con una voz cavernosa que a veces parecía un hilo de voz y otras, un conato de vozarrón. Esto lo tengo grabado en lo más recóndito de mi memoria.
Mi bisabuelo Manuel Cabrera puede que naciera -me bastaría para afirmarlo con total exactitud, proceder a algunas pertinentes consultas familiares- antes de la fundación en Arucas de la fábrica de ron Destilerías Arehucas, en aquella época finisecular del siglo XIX en la que la economía canaria sufría los rigores de la crisis de la cochinilla, que en Arucas trató de resolverse, al menos parcialmente, con una vuelta al cultivo de la caña de azúcar, que tanto esplendor había dado a las Islas en el siglo XVI, a Gran Canaria misma, al precio de "irse cargando" irremediablemente la famosa Selva de Doramas: poco menos de un 1% de la superficie total que se calcula debió alcanzar en la Tamarán aborigen esa mítica selva, es lo que hay en Los Tiles de Moya, aproximadamente 67 hectáreas, patria chica del inmortal Tomás Morales, quien no pudo sustraerse a la elegíaca emoción de cantar la pérdida de ese mítico espacio natural de la isla de Gran Canaria. Pero comoquiera que sea o fuere ese dato fundacional de la fábrica de ron aruquense, ese mi bisabuelo Manuel Cabrera, a quien yo alcancé a conocer, si bien no traté , prácticamente nada, alguna esporádica visita que otra a su casa y para de contar, aunque hubiera nacido al tiempo en que se fundaba la actual Destilerías Arehucas, o incluso hubiera nacido un año después, o dos o tres, ese mi bisabuelo, ya digo, perteneció a la misma mentalidad de los hombres y mujeres que conocieron, donde ahora está la fábrica de ron y la nueva rotonda de entrada a Arucas por la vieja carretera de Arucas a Bañaderos, la era que ahí debió haber y que hoy seguimos conociendo como era de san Pedro. .
Esa ermita de san Pedro, que hace medio siglo o quizá algo más sirvió de herrería, según me cuenta la tradición oral, y que en los años actuales sirve de escenario para que los miembros de la Tertulia Pedro Marcelino Quintana organicen sesiones de música y de poesía, hace 130 años era mirada por toda suerte de campesinos, labriegos, jornaleros y demás oficiantes de la tierra y del sector primario, que lógicamente nunca pudieron alcanzar a imaginar que a principios de este abril de 2011 yo que escribo estaría pensando en sus rostros y vidas desconocidos para mí. Como tampoco me es posible imaginar a mí cómo serán las vidas y los rostros de los vecinos aruquenses del año 2125, pongamos -si es que el mundo no va a su autodestrución, cosa en la que cada día que pasa parece haber más personas que se empeñan en creer-.
En fin, la madeja de los recuerdos...
De entre los cuales, de varias lecciones posibles querría dejar constancia de ésta: ¿cómo resignarse a aceptar que, ya una vez muertas, todas las personas que hemos amado en vida han desaparecido para siempre, desintegradas en una solución de nada o polvo cósmico, porque no existe sino esta vida, y porque no hay eternidad, siendo sólo materia corruptible?
Cierto que el gran filólogo, crítico literario, poeta y sabio humanista Dámaso Alonso se resistía a creer, planteando paradojas como ésta que solía repetir hacia el final de su vida: "Cuando uno llega a la vejez y ya ha comenzado a experimentar en su cuerpo los estragos, achaques y desgastes propios del paso del tiempo, comienza a sentir el fuerte deseo de experimentar que Dios existe... aunque positivamente crea estar convencido de que Dios no existe". Pero yo aún prefiero la compañía del gran filósofo francés Gabriel Marcel, para concluir que la conformidad con la finitud es contraria a la dinámica del amor humano, pues todo lo verdadero busca la permanencia, la eternidad, la prolongación en el tiempo -que dijera nada menos que el mismísimo F. Nietzsche-, puesto que, como sentenciara el susodicho Marcel, amar a alguien conlleva decirle a la persona amada: <>. Porque el amor verdadero, aunque obviamente atraviese por crisis y toda suerte de dificultades, no desea morir sino permanecer indefinidamente en el tiempo. Y ese indefinidamente no compete a los hombres determinarlo sino que Quien únicamente tiene potestad para hacerlo es el Misterio, Lo Totalmente Otro, el Hacedor, Dios.
Conclusión
El inconmensurable Jorge Luis Borges imaginaba que el cielo debía ser una inmensa biblioteca, él que gastó sus ojos sobre el blanco y negro de miles de libros. A mí, que me sigue encantando leer, que me apasiona el mundo de los libros, me gusta más la idea -aunque abrigo dudas a veces, lo confieso: la principal acusación contra Dios sigue siendo la omniabarcante presencia del mal, la enfermedad, el dolor, la injusticia y la muerte en el mundo, sólo que sin Dios el misterio de esas iniquidades tendría la última palabra triunfante- de figurarme que el cielo es la oportunidad de ver la gloria de Dios al tiempo que se mantienen conversaciones sin pausa pero sin prisa con todos los hombres (en vida, mujeres y hombres, niños y niñas)que hayan sido. Por ejemplo, hablar con el elegiaco poeta romántico canario pero de origen italiano José Benito Lentini, de vida brevísima, 27 años (como muchos escritores y artistas románticos, que o se suicidaban o morían de tuburculosis), sobre cómo era la vida en Las Palmas de Gran Canaria que él conoció en la primera mitad del siglo XIX y en la isla de Tenerife a la que marchó a vivir (murió en Tegueste, ese curioso municipio tinerfeño que no limita más que con otro municipio...). Departir con los pescadores canarios que, procedentes del sur de la isla de Gran Canaria, se llegaban a pescar hasta la playa de Las Canteras y la Bahía de Las Isletas, bordeando la costa sureste de la isla, hace siglos. Conocer las razones por las que las harimaguadas se retiraban en retiros sólo interrumpidos por baños que se daban en el mar, ¿rituales de purificación? Conocer de su propia voz, de la voz del valeroso luchador indígena canario Doramas ("Addur amas", en lengua amazig aborigen), si verdaderamente se estaba dando baños de mar en algún lugar de la costa norte de Gran Canaria, donde tantas veces yo mismo me he bañado, cuando justo le comunican que las tropas invasoras castellanas se acercaban, a través de barrancos (los actuales de Tamaraceite y Tenoya, entre otros) a la prehispánica Arehuc desde el ya fundado El Real de Las Palmas, a la sombra o margen derecha del Guiniguada. O conocer sin lugar a dudas si en el siglo que le tocó vivir la santa y mística Juana de Arco padeció esquizofrenia, muchos siglos antes de que el socialista místico y converso cristiano Charles Peguy se ocupara ensayísticamente de ella y el genial K. Theodor Dreyer la inmortalizara en el cine, en una de las joyas indiscutibles del séptimo arte. Y así por toda la eternidad.
Volviendo a la zona conocida como La Hoya de la Campana, en que vivió la madre del maestro J. Manuel González Santana, sujeto de la glosa a cargo del cronista actual de Arucas, y sobre todo tirando nuevamente de la madeja de la memoria, de la fuente dormida de mis recuerdos, mi memoria me lleva a una infancia en la que, muy episódicamente, veo a un grupo de chiquillos del barrio de La Montañeta -modesto barrio cuyo origen poblacional-fundacional debe sin duda estar muy ligado al cultivo de la cochinilla en Arucas hacia la segunda mitad del siglo XIX- llegarse hasta las fértiles fincas de la zona a que nos referimos y volver con el premio de trozos de caña de azúcar o caña dulce. Hoy día, ni rastro de la dulcísima caña de azúcar queda por la zona; en Arucas, únicamente unas mínimas fanegadas se dedican aún, tengo entendido, a cultivar caña de azúcar en la zona conocida por Las Vegas, producción destinada a rones añejos en la propia Destilerías Arehucas. Y pensar que entre las fotos familiares guardamos una, fechada lo más probable sobre la primera mitad de la década de los cincuenta del siglo XX, en la que aparece mi padre junto a sus padres y varios de sus muchos hermanos en una instantánea que inmortaliza el cultivo y la zafra de la caña de azúcar en la zona de Padilla, en Firgas.
Contemplados los hechos de mi infancia aludidos desde la perspectiva que otorgan 35 años transcurridos, calculo aproximadamente, año arriba año abajo, saco una conclusión: yo y los ya jóvenes maduros de mi generación (segunda mitad de los años sesenta) puede que pasemos a ser algo así como una pequeña parte de los últimos testigos de los coletazos finales de la cultura agrícola y rural en Canarias. Admito que lo que digo puede sonar o parecer exagerado, acaso pretencioso e, incluso, incierto. En realidad, lo que estoy queriendo plantear es que la llamada civilización científico-técnico (era de la información, sociedad del conocimiento, etcétera) está suponiendo, al menos en Occidente, la génesis de una nueva etapa civilizatoria caracteriza por el carpetazo o estocada final a la precedente cultura campesina, con todo lo que ésta suponía o implicaba. Vamos, que estamos ante un evidente cambio de era.
Incluso en la Iglesia católica manifiesto ese cambio de era: de la promoción de militantes, única razón de ser de toda evangelización posible, se viene pasando, sobre todo en los últimos lustros, a la predilección por toda suerte de burócratas y espiritualistas desencarnados que, incluso -lo cual es tan vergonzante como patético- a menudo profesionalmente viven gracias a la Iglesia católica misma, pero "sin dar el callo", sin compromiso apostólico o militante alguno. Si bien, a decir verdad, ese cambio de era manifiesto en el seno de la Iglesia católica es obvio que no se refiere, ni modo, como dicen en México y en amplias zonas de Centroamérica, exactamente a operaciones de desarrollo tecnológico y de superación de costumbres tales como dejar el arado y la yunta de bueyes, pongamos, por el tractor; el cambio de era operado en el seno de la Iglesia universal es consecuencia directa de la espantosa crisis de valores que ha traído consigo el heterogéneo movimiento -no siempre o en todo negativo- conocido como postmodernidad. La postmodernidad es hija de la civilización científico-técnica, de la era de Internet, etcétera, y como tal aparece en una etapa de la humanidad que trata de arrumbar todo lo que suena o huele a cultura campesina. Sin embargo, repito: la debilidad actual de la fe en el seno de la Iglesia católica, detectable hasta por los que ni ven ni oyen, muy cierto es que no es consecuencia directa del abandono del campo y la ruralidad existencial, sino consecuencia de haber ido dejando colar en el seno de la Iglesia universal el secularismo, es decir, el espíritu del mundo contra el Evangelio, o el ideal de familia burguesa frente o contra el ideal de familia cristiana militante abierta a la solidaridad desde la vivencia de una espiritualidad conyugal o de conversión y la apertura a la vida (traer hijos a este mundo). De modo que henos aquí adonde quería llegar: no llego a plantear, como sí planteara en su siglo el genial filósofo personalista ruso N. Berdiaev (1874-1948), que esta crisis civilizatoria debe ser superada volviendo los ojos a la Edad Media; sin embargo, esta crisis civilizatoria en general y la patética crisis de fe que asola la Iglesia católica en particular, pueden, a mi juicio, comenzar a ser superadas recuperando los viejos valores que se han ido perdiendo: apuesta por el misterio, recuperar la pregunta por Dios, seguir apostando por la solidaridad, por el ser frente al tener, por modos de vida amicales, fraternos y sencillos frente a las vorágines maquinales y despersonalizadoras del consumismo... Y claro, en ese movimiento de búsqueda de recuperación de todos esos valores que se han ido entre debilitando y perdiendo, el volver los ojos a nuestras raíces enterradas entrañablemente en la entraña del Pueblo, en absoluto viene mal sino justo todo lo contrario.
Abundando en lo dicho en el párrafo precedente, cierto que ni la agricultura ni el llamado sector primario productivo o económico "en su conjunto" o de forma global (pesca, agricultura, ganadería) van a desaparecer de Occidente; y menos de Canarias, archipiélago atlántico históricamente supeditado al sector primario, antes de que inglesas soñadoras como Olivia Stone y otras se llegaran a estos rincones, inicialmente a Las Palmas de Gran Canaria y al Puerto de la Cruz, en Tenerife (años iniciáticos del nacimiento o despegue del turismo en Canarias, hacia la segunda mitad del siglo XIX) ; pero sí que han sufrido una transformación tal que "parecen otra cosa". Esto es, cultivar la tierra sigue siendo esencialmente lo mismo que fue hace miles de años en pleno Neolítico, cuando el hombre descubre la agricultura y, con ella, la necesidad de establecerse de forma sedentaria, más allá del nomadismo, al tiempo que con los productos del campo "descubre" asimismo la propiedad privada; sin embargo, entre cultivar la tierra con instrumentos como el arado y una yunta de bueyes y arar la tierra con tractor y utilizar plaguicidas... En fin, a buen entendedor... Con todo, superadas ya casi totalmente en Canarias esas prácticas propias del campesinado de hace medio siglo hacia atrás, lo que no podemos es obviar o preterir la emoción "romántica y de la tierra" que nos produce la sola contemplación, excepcionalmente aún en nuestros campos, de una yunta de bueyes en plena faena de arado de los terrenos de cultivo: es una emoción que, aunque la hayamos sentido una y cientos de veces, nunca cansa, nunca ahíta, porque se trata de una emoción radical y esencialmente humana, además de identitaria; una emoción que es como si nos quisiera devolver al origen del que somos. Al polvo del que venimos.
Volviendo a la emoción de mi madre por "culpa" de la lectura del artículo de la sección "Nombres Propios" en La Cantonera nº 11, y además retomando mis propias impresiones de la lectura de ese trabajo -como ya sabemos, impresiones que son fruto del manantial de mis recuerdos, frutos de mi mirar hacia mi propia intrahistoria y hacia mi propia percepción del paso del tiempo-, quiero constar por escrito que el haber tenido conocimiento de la madre del glosado J. Manuel González Santana, a cuya casa en La Hoya de la Campana mi madre acudía de pequeña a comprar queso, me puso inmediatamente en contacto con un episodio de mi infancia, esto es, con uno de esos innúmeros episodios anónimos que, como ya he tenido ocasión de reconocer supra, van conformando el perfil de los pueblos, la vida misma, el devenir de la Historia con mayúsculas. Me quiero referir a la impresión que me produjo el haber alcanzado a conocer a la abuela de un tío político mío, la cual, según mi madre, fue muy amiga de la madre de J. Manuel González Santana. (No sé si ya se han dado cuenta, amables lectores, de que estoy contando sobre lo sorpredente que es plantear que aún viven muchas personas que trataron a mujeres que, de vivir, tendrían entre 120 y 130 años; y más, lo "increíble" de que yo mismo, que tampoco soy tan viejo, pues pertenezco a la generación de los nacidos en la segunda mitad de los celebrados años sesenta del siglo XX, llegué a conocer en mi infancia a varias de esas personas, ya muy ancianas cuando yo alcancé a conocerlas). Así, recuerdo con nitidez varias veces en que, en compañía de ese tío político mío llamado Antonio Pérez, natural de El Cerrillo, entré en la habitación de aquella vieja. Como si de repente hubiera retrocedido en el tiempo, 50, 80, 100 años, o acaso más, sigo teniendo muy presente esta impresión que diré: me parecía estar viendo a una anciana convertida en una especie de endeble y muy añosa, ajada muñequita, tapadísima hasta el cuello en la cama y que casi ni hablar podía.
Algunos lustros más tarde, acabaría asociando la visión de aquella vieja, guardada a buen recaudo en mi memoria -la memoria es selectiva, afirman: tiene tendencia a seleccionar aquello que fue amado, celebrado-, a la imagen que bien podía forjarme yo mismo de uno de los más emblemáticos y fundacionales personajes femeninos de la genial Cien años de soledad, del colombiano Gabriel García Márquez Márquez.
Abundando en este mismo tipo de visiones, idéntica impresión me produjo el haber alcanzado a conocer -como ven, tirar de la madeja de los recuerdos...-, esta vez en compañía de mi padre que en gloria esté, a uno de mis bisabuelos paternos, un campesino de Firgas, como miles de campesinos para la posteridad anónimos, llamado en el siglo Manuel Cabrera. Antes o después de conocerlo en persona, mi padre recuerdo con precisión que me aseguró en varias ocasiones que su abuelo Manuel Cabrera había cogido 18 años del siglo XIX, ¿o eran 20? Por ahí. Cuando yo lo conocí, en la década de los setenta, yo podía rondar los 10 años, puede que menos, y ya pasaba él de los 90 y hablaba con una voz cavernosa que a veces parecía un hilo de voz y otras, un conato de vozarrón. Esto lo tengo grabado en lo más recóndito de mi memoria.
Mi bisabuelo Manuel Cabrera puede que naciera -me bastaría para afirmarlo con total exactitud, proceder a algunas pertinentes consultas familiares- antes de la fundación en Arucas de la fábrica de ron Destilerías Arehucas, en aquella época finisecular del siglo XIX en la que la economía canaria sufría los rigores de la crisis de la cochinilla, que en Arucas trató de resolverse, al menos parcialmente, con una vuelta al cultivo de la caña de azúcar, que tanto esplendor había dado a las Islas en el siglo XVI, a Gran Canaria misma, al precio de "irse cargando" irremediablemente la famosa Selva de Doramas: poco menos de un 1% de la superficie total que se calcula debió alcanzar en la Tamarán aborigen esa mítica selva, es lo que hay en Los Tiles de Moya, aproximadamente 67 hectáreas, patria chica del inmortal Tomás Morales, quien no pudo sustraerse a la elegíaca emoción de cantar la pérdida de ese mítico espacio natural de la isla de Gran Canaria. Pero comoquiera que sea o fuere ese dato fundacional de la fábrica de ron aruquense, ese mi bisabuelo Manuel Cabrera, a quien yo alcancé a conocer, si bien no traté , prácticamente nada, alguna esporádica visita que otra a su casa y para de contar, aunque hubiera nacido al tiempo en que se fundaba la actual Destilerías Arehucas, o incluso hubiera nacido un año después, o dos o tres, ese mi bisabuelo, ya digo, perteneció a la misma mentalidad de los hombres y mujeres que conocieron, donde ahora está la fábrica de ron y la nueva rotonda de entrada a Arucas por la vieja carretera de Arucas a Bañaderos, la era que ahí debió haber y que hoy seguimos conociendo como era de san Pedro. .
Esa ermita de san Pedro, que hace medio siglo o quizá algo más sirvió de herrería, según me cuenta la tradición oral, y que en los años actuales sirve de escenario para que los miembros de la Tertulia Pedro Marcelino Quintana organicen sesiones de música y de poesía, hace 130 años era mirada por toda suerte de campesinos, labriegos, jornaleros y demás oficiantes de la tierra y del sector primario, que lógicamente nunca pudieron alcanzar a imaginar que a principios de este abril de 2011 yo que escribo estaría pensando en sus rostros y vidas desconocidos para mí. Como tampoco me es posible imaginar a mí cómo serán las vidas y los rostros de los vecinos aruquenses del año 2125, pongamos -si es que el mundo no va a su autodestrución, cosa en la que cada día que pasa parece haber más personas que se empeñan en creer-.
En fin, la madeja de los recuerdos...
De entre los cuales, de varias lecciones posibles querría dejar constancia de ésta: ¿cómo resignarse a aceptar que, ya una vez muertas, todas las personas que hemos amado en vida han desaparecido para siempre, desintegradas en una solución de nada o polvo cósmico, porque no existe sino esta vida, y porque no hay eternidad, siendo sólo materia corruptible?
Cierto que el gran filólogo, crítico literario, poeta y sabio humanista Dámaso Alonso se resistía a creer, planteando paradojas como ésta que solía repetir hacia el final de su vida: "Cuando uno llega a la vejez y ya ha comenzado a experimentar en su cuerpo los estragos, achaques y desgastes propios del paso del tiempo, comienza a sentir el fuerte deseo de experimentar que Dios existe... aunque positivamente crea estar convencido de que Dios no existe". Pero yo aún prefiero la compañía del gran filósofo francés Gabriel Marcel, para concluir que la conformidad con la finitud es contraria a la dinámica del amor humano, pues todo lo verdadero busca la permanencia, la eternidad, la prolongación en el tiempo -que dijera nada menos que el mismísimo F. Nietzsche-, puesto que, como sentenciara el susodicho Marcel, amar a alguien conlleva decirle a la persona amada: <
Conclusión
El inconmensurable Jorge Luis Borges imaginaba que el cielo debía ser una inmensa biblioteca, él que gastó sus ojos sobre el blanco y negro de miles de libros. A mí, que me sigue encantando leer, que me apasiona el mundo de los libros, me gusta más la idea -aunque abrigo dudas a veces, lo confieso: la principal acusación contra Dios sigue siendo la omniabarcante presencia del mal, la enfermedad, el dolor, la injusticia y la muerte en el mundo, sólo que sin Dios el misterio de esas iniquidades tendría la última palabra triunfante- de figurarme que el cielo es la oportunidad de ver la gloria de Dios al tiempo que se mantienen conversaciones sin pausa pero sin prisa con todos los hombres (en vida, mujeres y hombres, niños y niñas)que hayan sido. Por ejemplo, hablar con el elegiaco poeta romántico canario pero de origen italiano José Benito Lentini, de vida brevísima, 27 años (como muchos escritores y artistas románticos, que o se suicidaban o morían de tuburculosis), sobre cómo era la vida en Las Palmas de Gran Canaria que él conoció en la primera mitad del siglo XIX y en la isla de Tenerife a la que marchó a vivir (murió en Tegueste, ese curioso municipio tinerfeño que no limita más que con otro municipio...). Departir con los pescadores canarios que, procedentes del sur de la isla de Gran Canaria, se llegaban a pescar hasta la playa de Las Canteras y la Bahía de Las Isletas, bordeando la costa sureste de la isla, hace siglos. Conocer las razones por las que las harimaguadas se retiraban en retiros sólo interrumpidos por baños que se daban en el mar, ¿rituales de purificación? Conocer de su propia voz, de la voz del valeroso luchador indígena canario Doramas ("Addur amas", en lengua amazig aborigen), si verdaderamente se estaba dando baños de mar en algún lugar de la costa norte de Gran Canaria, donde tantas veces yo mismo me he bañado, cuando justo le comunican que las tropas invasoras castellanas se acercaban, a través de barrancos (los actuales de Tamaraceite y Tenoya, entre otros) a la prehispánica Arehuc desde el ya fundado El Real de Las Palmas, a la sombra o margen derecha del Guiniguada. O conocer sin lugar a dudas si en el siglo que le tocó vivir la santa y mística Juana de Arco padeció esquizofrenia, muchos siglos antes de que el socialista místico y converso cristiano Charles Peguy se ocupara ensayísticamente de ella y el genial K. Theodor Dreyer la inmortalizara en el cine, en una de las joyas indiscutibles del séptimo arte. Y así por toda la eternidad.
Postdata
Ni que aclarar habría que mi figuración de cómo ha de ser el paraíso o cielo que nos promete la tradición cristiana es pura inventiva mía; para algunos, o bien porque son agnósticos o ateos o bien porque les habrá de parecer un disparate esa mi figuración, la juzgarán justamente así, como un bodrio producto de mi imaginación calenturienta. Sin embargo, permítanme: no me parece tan calenturienta a mí, dado que una de las más intensas y permanentes ansias que acompañan al hombre durante toda su vida no es otra que el deseo de conocer a sus antepasados, de encontrarse y reencontrarse con ellos, hasta poder alcanzar a conocer in situ y presencial, vitalmente presentes, cómo vivieron, hablaron y sintieron los hombres (varones, mujeres y niños) que nos han precedido: cómo trabajaban de sol a sol, qué caminos, atajos, vericuetos, senderos y carreteras inauguraban... Esto es, no sólo conocer por los libros y por la tradición oral y la llamada memoria histórica cómo debió ser toda la vida de los siglos precedentes, en Canarias y en el resto del mundo, sino alcanzar a vivir todas esas vidas, todas esas épocas.
A menudo me parece estar seguro de que ese tan irrealizable como insaciable deseo de alcanzar a poder vivir todas esas vidas y todas esas épocas tiene un nombre, a saber, sed de eternidad.
Gran Canaria, 7 de abril, 2011.
Luis Alberto Henríquez Lorenzo.
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