“Knockin' on heaven's door”
Bob Dylan
Mes de Mayo (con eme mayúscula: distingámoslo, singularicémoslo), mes de las flores, mes de cruces enramadas en los frontis y balcones de las casas (hermosa tradición piadosa), mes dedicado a María Virgen: llaman las Primeras Comuniones a las puertas de este mes de mayo de 2011, como si de los pájaros que siguen acudiendo desde principios de año a hacer sus nidos se tratara; lo siento, no se me ha ocurrido imagen mejor, no es mi intención ser irreverente ni parecerlo sino ocurrente.
Las nombro con mayúsculas, porque hoy día se han convertido en todo un acontecimiento social en el que, muy a menudo, importa soberanamente más el ritualismo, el fasto, la fiesta, el gasto de dinero, el deseo de aparentar, la convención social, el traje y la mesa y el mantel, y soberanamente menos el sacramento y las ulteriores implicaciones que éste comporta en el seno de la Iglesia. De ahí que para muchos niños y niñas sus primeras comuniones -ahora con minúsculas, porque no me refiero al acontecimiento social ya con nombre propio, sino a la experiencia subjetiva-, lo normal es que coincidan con las últimas, al menos durante años y años, pues sus padres y madres, al no ser católicos practicantes ni, probablemente, pretender serlo -lo aventuro sin pretender juzgar-, una vez cubierto el expediente del segundo rito de paso estacional-sacramental -el primero fue el bautizo de los críos-, pasan del asunto y sobre todo de la Iglesia católica; mejor, siguen pasando de ella, pues en sus propósitos iniciales lo más probable es que no hubiera otra intención que la de cumplir con el trámite y a casita todos, tan felices con el estómago lleno y el corazón contento. Desde luego, no poco del pensamiento mágico-superticioso debe subyacer en la mentalidad de muchos padres y madres que actúan así con sus hijos que hacen la Primera Comunión, pues concluyen que con que el niño o la niña den ese paso, aunque ello no comporte prácticamente ninguna exigencia a la fe católica profesada, ya está.
A este respecto, adviértase que hasta no hace mucho, las cuatro estaciones rituales o ritos de paso sacramentales eran bautismo, comunión, confirmación y boda por la Iglesia. Hoy día, tremendamente secularizada ya la sociedad canaria a principios del siglo XXI, a pesar de las romerías populares -la canaria, sí, y la europea en general no digamos-, esos cuatro ritos de paso cierto que siguen teniendo su gran peso, pero cada vez menos. Y lo que te rondaré, morena.
(Nota: me he referido a las romerías populares porque por una parte soy el primero en celebrar el folklore que contienen, la etnografía contenida en ellas, las raíces culturales de identidad canaria que atesoran y aun las ganas de “marcha” -en canario, las ganas de belingo-; pero, ¿dónde queda en las romerías la auténtica fe religiosa católica, pues no en balde, tengo entendido, las romerías se hacen en honor de un santo, de una santa, en honor de María Virgen?
Con todo, no es mi intención robar la ilusión a los niños y niñas en fecha tan señalada. Tampoco a sus padres, madres y resto de familiares y amigos. Sin duda, entre los tiernos infantes que hacen la Primera Comunión en cualquier parroquia de España hay estupendos médicos en potencia, arquitectos en ciernes, sueños de deportistas de élite, o el embrión de excelentes profesionales en las más diversas disciplinas de todos los sectores económicos productivos. E incluso, puede que algún padre o madre ejemplares de familia cristiana militante y numerosa -que es lo que sigue prefiriendo la Iglesia católica, y que es por contra lo que casi nadie se propone llevar a la práctica hoy día, ni siquiera entre los fieles católicos o supuestos católicos-, o incluso alguna religiosa, alguna monja, algún sacerdote, algún misionero... Asimismo, nada tengo en contra de la fiesta, todo lo contrario, me encantan, puesto que según nos cuentan los Evangelios, el mismísimo Jesús de Nazaret era muy amigo de la alegría de las fiestas: comenzó su vida de predicador itinerante, esto es, su vida pública, asistiendo a unas bodas, en Caná de Galilea (cfr. Jn 2,1-2 y ss.) ; era acusado de comelón y bebedor (Mt 11,18-19); siendo de extracción más bien humilde, aunque no miserable (los artesanos pertenecían a los sectores sociales más humildes del pueblo, pero no eran sociológicamente miserables: miserables eran los mendigos, los reos de muerte, muchos enfermos deambulantes sin techo ni asistencia médica alguna...), tuvo entre sus amistades más íntimas al rico Lázaro, cuya muerte amargamente lloró (Jn 11,1-45); comía con fariseos, de quienes no era tan enemigo como nos cuenta el evangelista Mateo (Mateo cargó las tintas contra los fariseos porque le interesaba distanciar el naciente cristianismo, históricamente no en balde una secta judía, del tronco común de la religión de Moisés); habló en una parábola de ir bien vestidos a las bodas (Mt 22,11-12) y, por extensión, se entiende que al resto de fiestas; no teniendo ni “dónde reclinar la cabeza” (Lc 9,58) entró en Jerusalén montado en un borrico, que si bien no era suyo sino prestado, era un “medio de transporte” que, aunque pudiera parecernos que no, no estaba al alcance de cualquiera en aquella época... ni tampoco en las relativamente próximas a nosotros, no nos engañemos, pues no todos nuestros abuelos se podían permitir ir montados a lomos de un burro, pongamos, sino que más bien caminaban mucho por necesidad y por escasez generalizada de medios de transporte y bienes adquisitivos; y por último, aunque vivió Jesús con lo puesto, como diríamos hoy, no tuvo un entierro de tercera, para nada, pues gracias a la generosidad de José de Arimatea, su entierro fue algo más que digno (Mt 27,57-60; Mc 15,43-47). Sin olvidarnos además de que más de un padre y una madre de esos niños y niñas que comulgarán por primera vez en Mayo florido en cualquier lugar de nuestras Islas Canarias, pasan por ser excelentes personas y estupendos discípulos de Jesucristo y de su Iglesia.
No obstante todo lo dicho, callaría una buena parte de la verdad si no revelara que las Primeras Comuniones me dejan un regusto más bien amargo, o pongamos que agridulce. ¿Que por qué? Pues porque Jesús, que se entiende debe ser el Maestro de los padres y madres que llevan a sus niños a hacer la Primera Comunión, aparece documentado en los mismísimos Evangelios que ciertamente era amigo de la fiesta, la alegría, era llamado comelón y bebedor, etcétera. Sólo que exhortaba a que la fiesta debía ser para el Reino; y empero, hoy día no parece que mucha gente, lo que se dice mucha gente, trabaje a favor del Reino de Dios y su justicia... ni siquiera entre los fieles que asisten regularmente a misa, entre los cuales parece que más que la especie del militante se da la especie del burócrata espiritualista desencarnado. Muchos de estos, de los pertenecientes al grupo de los burócratas antimilitantes, de hecho espiritualistas desencarnados de mentalidad funcionarial, incluso celebran la Eucaristía (la presiden, es decir, son sacerdotes), dan clases de Teología, enseñan en la escuela católica, entretienen a los alumnos con películas de corte New Age o sutilmente progre en las clases de Religión católica en la escuela pública, o trabajan en Cáritas Diocesana y en otras movidas católicas o confesionales, recurriendo a estrategias ideológicas y de trabajo contrarias a la doctrina del Magisterio. Cierto que gracias al viento del Espíritu de Dios en la Iglesia actual no faltan monjes ni monjas de vida contemplativa, audaces misioneros ad gentes, obispos proféticos sobre todo en el Tercer Mundo, sacerdotes muy entregados a su respectiva labor pastoral, seminaristas entusiasmados con llegar a ser buenos curas, novios que de verdad se aman y hasta matrimonios generosamente militantes y abiertos a la transmisión de la vida (a tener hijos según el plan de Dios y la doctrina de la Iglesia, no según las recomendaciones de Leire Pajín y de Bibiana Aído, por ejemplo), pero lo que parece abundar es una masa de mentalidades y compromisos tan mediocres, tan aburguesados, tan antimilitantes... Hasta en la mayor parte de los fieles católicos que “se ganan la vida” profesionalmente gracias a la Iglesia universal, por increíble que parezca. Patética la cosa, pues uno supone muy en primerísimo lugar que, ya que gozan de esa “confianza” de la Iglesia, al menos deberían predicar con el testimonio de vidas más militantemente audaces.
Pero ni con esas: la mediocridad parece ser la tónica dominante en el mundo de los fieles seglares de nuestro tiempo. O bueno, acaso todo venga a ser no más que una insufrible hipocresía nepotista, bien mirada la cosa, por parte sobre todo de las autoridades de la Iglesia que permiten que las cosas sigan siendo así y no tienen lo que tienen que tener para comenzar a tratar de poner las cosas en su sitio. En fin, comoquiera que sea, que Dios nos coja confesados.
Corolario I
Lo señalado en el párrafo anterior o precedente es el pan nuestro de cada día en la Iglesia católica de nuestro tiempo. Y el caso es que pasan las Primeras Comuniones y todo lo precedente denunciado sigue pasando también, esto es, sigue enquistado en el seno de la Iglesia católica. Por todo ello, sin querer faltar al respeto a nadie y sin dejar de reconocer todo lo bueno que sigue habiendo en la Iglesia en la actualidad y sin pretender en modo alguno robar la alegría a niños y niñas, padres y madres, familiares, allegados y amigos con ocasión de estas próximas Primeras Comuniones que ya están como asomando entre las flores del vecino mes de Mayo, hoy que es Jueves Santo, día del Amor Fraterno, día en que se instituye la Eucaristía, no puedo dejar de experimentar ese regusto amargo, o siquiera agridulce, del que he pretendido dejar constancia en esta reflexión.
Corolario II
Considero que muy sordo y ciego hay que estar para no darse cuenta de que hoy día la Iglesia católica se enfrenta a dos mayúsculos problemas estrechamente interrelacionados, a saber, uno, la radicalmente generalizada secularización-descristianización de las sociedades modernas, especialmente en Europa, dos, la patéticamente asombrosa o desconcertante secularización interna que está sufriendo la propia Iglesia católica. Dicho de otra manera: la apostasía silenciosa de muchos, el vivir como si Dios no existiera, la falta de práctica religiosa; y con respecto a la fe católica, la abrumadora cantidad de fieles católicos que sí son practicantes de su fe, sólo que ciertamente muy poco creyentes. En definitiva, pocos practicantes y, los pocos practicantes que van quedando, en general, salvo honrosas excepciones que nunca faltan gracias al Espíritu, poco creyentes. Hace años que esto mismo lo vienen advirtiendo mejor que yo los monjes benedictinos del Monasterio de la Santísima Trinidad, en Gran Canaria, en las eucaristías solemnes con ocasión de la Vigilia Pascual y la misa de fin de año, celebración litúrgica de Santa María Madre de Dios.
De modo que la espantosa crisis de fe que padece la Iglesia católica en la actualidad afecta a muchos de sus fieles: cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, seglares; afecta a muchos de sus fieles, sin importar estado y condición. Afecta hasta el extremo de que el problema es sangrante. Tan sangrante, que si por un momento cerráramos los ojos y tratáramos de hacernos a la idea de una Iglesia solamente humana, esto es, una Iglesia no fundada por Cristo sino únicamente por los hombres, nos estremeceríamos sin duda llegando a la conclusión de que la barca de Pedro se hunde, se va a pique irremediablemente.
Sólo que la Iglesia no se puede ir a pique porque su fundamento es divino y porque la propia fe católica nos informa de que el “final terrenal” de la Iglesia significaría el final de los tiempos, coincidiría con éste. Con todo, lo que sí me parece como muy obvio es que la crisis actual de la Iglesia católica puede ser con toda probabilidad un preanuncio claro de que el final de los tiempos está cerca; lógicamente, me gustaría equivocarme, y no juego a agorero catastrofista, pero me parece que la deriva de este mundo y de esta Iglesia universal están muy claras al apuntar adonde apuntan. De modo que sí: signos claramente apocalípticos aparecen en el horizonte de este mundo. Uno de ellos, la apostasía de las gentes cada vez más generalizada; otro, la mundanización de la propia Iglesia universal (Satanás campa a sus anchas en la Iglesia de Cristo). Otro, la concentración de catástrofes naturales. Otro más, la amenaza de guerra nuclear... Pero de veras: quiero vivir, humanamente hablando, de modo que espero que nada de eso venga a ser.
Decíamos que la Iglesia pastoreada en la actualidad por Benedicto XVI sufre una tremenda crisis de fe. Sin duda. Pensemos en los fieles seglares, la mayoría del Pueblo de Dios. La doctrina de la Iglesia pide a los fieles seglares que santifiquen el mundo, que sean justos, bondadosos, solidarios, pacíficos, espirituales, personas de oración y de acción que vivan y ejerciten la caridad política, de la que tanto habló el papa Pío XII, y que sean audaces evangelizadores enamorados de Jesucristo y de su Iglesia en medio de este mundo materialista, hedonista, individualista y tan afectado por toda clase de injusticias. Pide la Iglesia católica a los fieles seglares, que como sabemos son la mayoría del Pueblo de Dios, intensa vida de oración, vivencia de una espiritualidad de conversión. Y a los seglares casados, además de todo lo anterior, les pide hacer de sus respectivas familias iglesia doméstica, escuela de solidaridad, núcleo de vida o alianza de amor que manifieste el amor de los esposos desde el cultivo de una espiritualidad conyugal y la generosa apertura a la vida (tener hijos, por si no se sabe lo que es apertura a la vida).
Pues bien: ni generosa apertura a la vida, ni compromiso militante, ni espiritualidad conyugal de conversión, ni pasión por el Reino, ni nada de nada. No quiero parecer juez de nadie, pues bastante tengo yo ya con mis muchas faltas, debilidades, defectos y pecados, pero ni quiero ni debo callar que si me doy a considerar el perfil de los jóvenes seglares que conozco, no me parece conocer prácticamente a nadie -perdón, acaso sí unas poquísimas excepciones, que se cuentan con los dedos de la mano y sobran dedos: tal vez una chica de Madrid que conozco y que siempre me ha acogido en su casa con los brazos abiertos, de 41 o 42 años, cuatro hijos, tres carreras universitarias acabadas, una de ellas Teología, funcionaria del Estado, muy comprometida además en su parroquia y en otras organizaciones; alguno que otro caso por ahí y pare usted de contar- que manifieste por sus obras, por sus hechos -dejo la intención de cada persona al juicio de Dios-, una firme voluntad de vivir la vocación seglar como la Iglesia pide y el mundo de hoy necesita. Y esto, de ser así como intensamente me doy a sospechar, merece a mi parecer un calificativo: patético. Es decir, aparece como patética una Iglesia en la que lo que parece abundar -insisto, dejo el juicio de la intención de las personas a Dios- son los fieles seglares que no desean asumir las exigencias del bautismo. Que no desean vivir con radicalidad el Evangelio.
Incluso aunque se tenga la dicha, puesta muy de manifiesto en los actuales tiempos de crisis que corren, de contar con un trabajo “otorgado” por la Iglesia católica (profesores de Teología, docentes de Religión católica en la escuela pública, educadores de la escuela católica, técnicos de Cáritas, etcétera), el perfil tipo o típico del seglar católico de nuestro tiempo suele ser el mismo: mentalidad más burocrática que militante, espiritualidad más conservadora y acomodaticia que audaz y creativa, mentalidad mundana acomodada al espíritu del siglo más que mentalidad radicalmente evangélica, apuesta por “la parejita” más que generosa apertura a la vida... De modo que si incluso los que dicen ser “representantes” de Dios en la tierra (obispos y sacerdotes) apenas hablan de las exigencias militantes de la fe sino que más bien se dedican a contemporizar y dorar la píldora, como si tuvieran miedo a proclamar el Evangelio so pretexto de que las gentes no salgan espantadas del seno de la Iglesia, ¿qué se puede esperar de los que somos seglares?
Verbigracia: me suelo encontrar con seglares que son capaces de darte el saludo de la paz durante la misa y luego no saludarte cuando te ven fuera, en la calle, apenas dos minutos más tarde, ni saludarte ni hablar contigo, nada. Entonces ¿para qué te saludaron si ni están dispuestos a saludarte fuera del templo y mucho menos a interesarse por tu vida? Digo esto que sonará a blasfemia: hay personas por ahí a las que por equis razones yo mismo no saludo (en general, me van a permitir: más por culpas de ellas que por mías, creo, aunque tampoco es excusa esto, pues Dios nos manda perdonar setenta veces siete). Si con esas personas el azar hiciera que llegara a compartir asiento en una Eucaristía, me sentiría “apenado” porque en el momento de la paz mi saludo de paz a esa persona en cuestión, ya digo que es hipótesis, sonaría hipócrita, sería hipócrita. Hasta el extremo de que preferiría no darle el saludo, sólo que entonces al acercarme al altar me acordaría del pasaje evangélico de Mt 5,23-25: <> ... Y entonces comulgaría con mucho pesar. Hasta el extremo de que a menudo lo que le pido a Dios en oración mental al acercarme a comulgar es esto: <>
Puede que mi proceder sea hipócrita. Admitiéndolo, admitiendo que puede ser hipócrita mi proceder, no quiero dejar pasar por alto que no menos hipócrita e incoherente me puede llegar a resultar, al menos por fuera, el proceder de algunos seglares católicos, en general jóvenes, que serían capaces, y de hecho lo hacen conmigo, de darte el saludo de paz en la misa y luego pasar de saludarte en la calle, pongamos, o pasar de hablar con uno. Porque además a esas personas que conozco y que así proceden no tengo conciencia de haberles yo propio hecho nada malo.
En fin. Por cosas como éstas y otras por el estilo, a muchos la Iglesia católica les parece una mentira, un montaje, una falacia, un rollo hipócrita. Confieso que es una tentación muy tentadora el concluir lo anterior; máxime cuando tomo conciencia de que yo mismo con mi mediocre testimonio de fe y de vida, también contribuyo a que parezca mediocre, falaz, hipócrita y mentirosa la Iglesia universal.
Pero sí, con lo que estábamos, repito: patético. Patético que todos esos fieles profesionales de distintos trabajos de la Iglesia católica, sean inmensamente más burócratas que militantes, pues sería de esperar que, ya que tienen el trabajo que tienen, predicaran mucho más con el ejemplo, dieran constantemente el do de pecho. Sólo que nada. ¿Se dan cuenta, amables lectores, de lo que supone una Iglesia mediocre, una Iglesia en la que tanto escasea la fe?
De modo que por todo ello, así le va a la Iglesia católica: una Iglesia mayoritariamente de burócratas, que no de militantes, ¿a quién puede entusiasmar? Una comunidad cristiana abrumadoramente compuesta de burócratas es como sal que se vuelve sosa, y desde luego, ya conocemos lo que se exhorta a hacer en el Evangelio con la sal que se ha vuelto sosa (Lc 14,34-35). Como solía repetir el fallecido hace años monseñor Antonio Palenzuela, al final de su vida obispo en la Diócesis de Segovia, tenemos en España “una Iglesia poco creíble”. Y sí: para alguien sin fe, va la Iglesia de p. culo, de proa hacia el marisco; para alguien que pese a todos los males y pecados de la Iglesia, mira la realidad y la Iglesia misma con ojos de fe, la Iglesia Esposa peregrina hacia el encuentro del Esposo que, me sigue pareciendo a mí -toquemos madera, ojalá yerre en mi vaticinio-, no parece estar muy lejano en el tiempo. Y entonces Dios nos juzgará en el amor, nos pedirá cuentas de nuestra vida: ¿fuimos militantes o más bien burócratas?, ¿amamos la vida o la despreciamos?, ¿fuimos solidarios o más bien egoístas y acomodados al espíritu individualista de este mundo...?
21-4-2011.
Luis Alberto Henríquez Lorenzo.