Al psicólogo y Dr. en Teología
Jaime Llinares Llabrés, fallecido hace unas pocas semanas (Gran Canaria:
1942/2012), estuve a punto de conocerlo en persona, que yo recuerde, al menos en
cuatro oportunidades principales. La primera debió acontecer hace alrededor de
seis o siete años, con ocasión del entusiasmo con que un conocido mío de
entonces (conocido de ambientes y movidas eclesiales católicas) ponderaba las
excelencias de Jaime Llinares como profesional de la psicología. “Es
milagroso”, me aseguraba entusiasta, “yo llevo años con él y mi vida ha
cambiado, ha dado un giro espectacular de 180 grados, un antes y un después”...
“Vete a él, yo te digo dónde, te lo presento, y verás cómo te hará cambiar la
perspectiva reprimida que conservas de la sexualidad humana, que mantienes
castrada por tu estricta educación católica”, “él te libera de todo eso”,
insistía en afirmar, sin perder ni un ápice de la admiración y estima por quien
fue durante muchos años presidente de la Orden del Cachorro Canario. A mí me
desconcertaban sus palabras, lo recuerdo con plena certeza o rigor -casi
siempre habiéndonos encontrado él y yo, por pura casualidad, a lo largo y ancho
de la emblemática Calle Mayor de Triana, en Las Palmas de Gran Canaria-, por
considerar simplemente algo que me parecía tan elemental y de sentido común
como dudar de los poderes disuasivos o bien persuasorios y, en todo caso,
revolucionarios, de un profesional de la psicología, por muy bueno que fuese,
como parecía ser el caso. La segunda, más reciente, aconteció en el coqueto
aeropuerto de Valverde, en El Hierro, recinto casi familiar, como muchos
conocemos, una vez que me tocó hacer fila para esperar el avión de regreso a
Gran Canaria. Reconocí a Jaime Llinares justo delante de mí, en la fila de
espera; y sin embargo no me decidí a saludarlo, a presentarme, a hablarle
siquiera de lo bien que me habían hablado de él como psicólogo. Una tercera
oportunidad, hace también unos pocos años, tuvo lugar en el interior de una
conocida parroquia del Puerto en Las Palmas (durante la transición, muchas
reuniones medio “conspirativas y clandestinas” se dieron cita entre sus muros),
una vez en que observé que muy cerca de donde yo me encontraba sentado, al
fondo de la iglesia, se acababa de sentar un hombre de edad ya madura. Lo
reconocí; tampoco, empero, me atreví a saludarlo: me corté. Y eso que se quedó
a misa, dándome la impresión de que más que como fiel devoto participaba como
espectador que ve los toros desde la barrera. Lo cual me llamó poderosamente la
atención -sin pretender juzgar su conducta en aquella ocasión, Dios me libre,
ni nada de su trayectoria, que ya se ha reencontrado con el Dios a quien sin
duda trató de buscar toda su vida, con luces y sombras, con aciertos y errores,
como todos en esta vida, que vemos las cosas como a través de espejos-, pues me
era conocido algo de su pasado como jesuita. Y una cuarta y última especial
oportunidad ha sido muy reciente, de hace apenas unos meses, toda vez que en mi
deseo de dar difusión a un ensayo de mi autoría sobre mis experiencias con la
Iglesia católica (¿La Iglesia católica? Sí; algunas consideraciones, por
favor: Madrid, Vitruvio y Nostrum, noviembre, 2011), quise contactar con
él, a través de la Orden del Cachorro Canario, a la que tan ligado estuvo desde
siempre. Pero a pesar de mis correos electrónicos y de mensajes de telefonía
móvil que le dejé, no obtuve respuesta alguna. Supuse inicialmente que pasaría
del tema, que no le interesaría brindarme el espacio de la sede de la Orden del
Cachorro Canario, en la emblemática Plaza de Santo Domingo -en la que no es
raro sentir, alguna que otra vez, que el tiempo se ha detenido y que aún bajan
las sombras y los espíritus de campesinos a lomos de bestias de las lomas
próximas de la capital, y aun de las entrañas mismas de la Isla...-, por la
principal razón de haber sido él más bien un progresista no poco
desafecto con la Iglesia católica, y yo más bien un católico practicante fiel
al Magisterio a la vez que muy asqueado de la abundante hipocresía eclesiástica
-ya sé, sí, debilidades humanas, mera contradicción acaso en mi atribulado
espíritu, porque igual es cierto que no es compatible expresar que se es fiel a
la doctrina del Magisterio y a la vez desafecto y crítico con sus pastores...-.
En lo cual suponía que podía coincidir con Jaime Llinares, y hasta encontrar un
cierto apoyo, en vistas de su propia trayectoria personal. En la denuncia de
tanta hipocresía institucional católica. Con todo, no ha sido sino gracias a
una amiga -que conoció mucho y quiso mucho a Jaime Llinares, a quien estimaba
casi como a un padre, amén de como psicólogo suyo “de cabecera”- el medio como
he conocido de la grave enfermedad que sufría Jaime; de ahí, lo más probable, el
que no me contestara, el que “pasara de contestarme”. Lo cual supuso además que
finalmente no nos pudiéramos conocer.
Así las cosas, valga todo lo anterior como
modesto homenaje a su persona, a su trayectoria profesional, política,
solidaria y entusiasta de la cultura canaria. Como nada de lo que hacemos por
amor muere (Emmanuel Mounier), y dado que creemos que en la memoria de
Dios pesa más la balanza de la misericordia entrañable (véase la parábola del
hijo pródigo) que el castigo, y dado que, como intuía Gabriel Marcel, “amar a
un persona es decirle 'Mientras yo viva, tú no morirás'”, el señor Jaime
Llinares Llabrés permanecerá en la memoria de cuantos lo amaron y
apreciaron... Y valga además, este breve
escrito mío -que acaso más de uno juzgará estúpido e interesado, porque al
“homenajeado” ni siquiera lo conocí en persona-, como mi más sentido pésame a
sus familiares y amigos.
Con todo, también -especialmente- he
traído aquí y ahora la memoria de Jaime Llinares porque me interesa el rescate
de algunas de sus ideas motrices o más recurrentes. Ya sea para discrepar de
algunas de ellas, como es mi caso, es asimismo una manera estupenda de mantener
vivo el pensamiento de un autor: hablar de él, de lo que hacía y decía, de las
controversias fundantes que alimentaron su existencia y compromiso, etcétera.
Así, una de esas ideas defendidas por Jaime Llinares, que yo sepa al menos, en
sus escritos periodísticos y en su blog, no es otra que la denuncia de toda la
acumulación de poder, pompa, boato y títulos de gloria y honoríficos que se ha
ido dando, a lo largo de los siglos, en la estructura organizativa de la
Iglesia católica. Algo que aparece como radicalmente contrario al modus vivendi
de Jesús de Nazaret. Como radicalmente contrario a lo que podríamos denominar
el corazón del Evangelio, que no pasa por ser sino una entusiasta exhortación a
vivir la noción de igualdad fundamental de todas las personas. Frente a esa
igualdad y fraternidad que nos hace iguales -valga la redundancia-, hijos e
hijas de un mismo Padre -que es Madre también, que es el Ser, lo Totalmente
Otro-, la Iglesia universal -porfiaba Jaime Llinares- ha consolidado la
“diferencia”, la desigualdad: jerarquías, autoritarismos, clericalismos, poses
principescas y de poder, pompas...
Sin
entrar en detalles y en matizaciones necesarias a la idea anterior que he
expuesto de Jaime Llinares, me parece tan verdadera, tan proféticamente
verdadera, que me causan auténtico dolor de cabeza las dos cartas abiertas que
en este año en curso 2012 tuvo a bien escribir el cura Báez a Jaime Llinares
(las tiene el cura Báez en su blog). Para afearle a Jaime su pertinaz crítica a
la Iglesia católica. Para enroñarse con Jaime Llinares, prestigioso psicólogo,
por su “resentido enrocamiento” contra la Iglesia católica, y de paso
endilgarle la indirecta de considerarlo un mal profesional de la psicología,
según, al parecer, una cierta rumorología del gremio... Desde luego, todo un
golpe bajo en los mismísimos cataplines.
Ya lo he adelantado: yo mismo discrepo de
algunas de las críticas a la Iglesia que formuló en vida el exjesuita Jaime
Llinares Llabrés; del mismo modo que no me hacen pupa que mis críticas a la
Iglesia universal, o bien todas o siquiera algunas de ellas, también sean
desmentidas, negadas, rechazadas. Sin embargo, él las enunció con tanta pasión,
tan a pecho descubierto, con tanta transparencia, que no me merecen sino la
estima y consideración. Incluso discrepando por momentos de ellas. Se me podrá
replicar que actuando así estoy dando pie al permisivismo de la mentira y el
error, a los ataques al Magisterio -que por lo menos Jaime Llinares atacaba, si
es que atacaba, viviendo de su trabajo como psicólogo, al margen de la Iglesia,
en tanto ya sabemos que otros muchos “atacan” desde dentro, viviendo en lo
profesional gracias a la Iglesia católica, y ni siquiera predicando con el
testimonio de matrimonios generosamente abiertos a la vida, máxime ahora que es
duro invierno demográfico en España: nuestros bisnietos y tataranietos ya
habitarán una Europa a la vez que mayoritariamente descristianizada,
mayoritariamente musulmana-; e incluso, que doy vía libre, con mi gesto
imprudente, a la acción de “enemigos” de la Iglesia católica que querrían verla
reducida a puras ruinas y cenizas humeantes. Podría ser. Solo que, como
verdades absolutas universalizables pocas debe haber...; la verdad, así las
cosas, sería poliédrica, a menudo velada, equívoca y esquiva, y en definitiva
sinfónica, que diría ese gran teólogo católico que se llamó H. U von Balthasar.
Y en todo caso, frente a las múltiples voces que buscan la verdad, cada una de
esas voces a su manera -pues “para cada hombre guarda un camino distinto Dios y
un rayo nuevo de luz el sol”, repetiríamos con el poeta León Felipe-, haría mío
lo del gran Voltaire: “Discrepo de sus ideas, pero me jugaría mi propia vida
para garantizar su derecho a expresarlas”.
De ahí que me hayan contrariado un poco
las dos cartas abiertas del P. Báez a Jaime Llinares Llabrés. Son cartas que
pretendieran poner puertas al campo cerrando filas a favor de una Iglesia
católica desnortada y que hace aguas por todas partes, que padece una patética
crisis de fe interna y de credibilidad social, y que va como a la deriva en la
procelosa alta mar océana, que se decía en la poesía más retórica y
rimbombante. A la deriva -o “como a la deriva”-, por hipócrita, por
mundanizada, por sistemáticamente incoherente, por traidora al mensaje de su
fundador, por rechazadora del Magisterio en el que debiera creer, en el que
dice creer, y que empero se pasan por el forro hasta la mayoría de los seglares
que viven en lo profesional gracias a ella -denuncia por la cual los propios
“afectados”, siquiera algunos de ellos, ya sé que me consideran un loco, un
fanático, un resentido, un integrista, un difamador de la Iglesia...-. Poniendo
el dedo en la llaga de esta problemática que asola a la Iglesia universal,
Jaime Llinares, aunque fallecido hace apenas unas semanas, está muy presente en
la conciencia y en la memoria de muchos, ya digo que justamente por la plena
actualidad de algunas de sus lúcidas críticas -matizables, ciertamente, pero
lúcidas-. En tanto la reacción del P. Báez -a quien no pocos en la Diócesis de
Canarias consideran un loco de atar, en lo cual al menos estamos emparentados, cura
Báez: a mí, como a ti, la hipocresía eclesiástica también me considera un loco
de atar, amén de difamador o calumniador, cátaro, juzgador resentido, mal
cristiano...-, como mucho irá a misa, nunca mejor dicho, pero poco más, porque
no responden a la realidad palmaria de los hechos. (En otras ocasiones el P.
Báez -cuya “cabeza” piden en un blog como La cigüeña de la torre, dicen
que el más leído de entre todos los de información religiosa en España, y cuyo
responsable se acordó del 37 aniversario de la muerte de Francisco Franco este
pasado martes 20 de noviembre, y del aniversario de la de José Antonio Primo de
Rivera, hace ya 76 añitos - me parece muy afortunado en sus juicios y
opiniones. Pero en tus reprimendas al psicólogo Jaime Llinares, cura Báez, eres
injusto, me parece, pues machacas en este caso al que es el débil -el
recientemente fallecido Jaime Llinares-, y te alineas con el poderoso: en este
caso, la Iglesia católica entendida como estructura de poder y de
dominio y de manipulación y de hipocresía.)
Me despido, Jaime Llinares Llabrés, con la
esperanza de que te hayas encontrado con el Dios de la vida a quien sin duda
buscaste durante tu paso por este mundo. En el seno de la Iglesia universal y
en las fronteras o extrarradios de la misma. Me quedo con algunas de tus ideas
publicadas, gracias a las cuales he nutrido algunas de mis reflexiones últimas:
son parte de tu legado. Y que en no poca medida han propiciado este escrito.
Acaso me quede la “pena” de no haber sido paciente tuyo, o de ni siquiera
haberte saludado al menos, cuando tuve oportunidad de hacerlo, o la de no haber
podido finalmente presentar, y tú presente, en alguna sede de la Orden del
Cachorro Canario ese libro mío que no ha levantado ninguna clase de entusiasmo
ni apoyo en prácticamente ninguna movida eclesial de la Diócesis de Canarias, y
sí todo lo contrario. Probablemente como consecuencia de ser muy malo el
ensayo, de estar muy mal escrito -lo cual podría ser-, o como consecuencia de
que pone el dedo en la llaga de la mucha podredumbre que afecta a la Iglesia
católica. (Ni que aclarar que yo, su autor, sin negar aspectos negativos
propiamente escriturísticos, estoy convencido de que han pasado de mí y de mi
ensayo por la segunda razón expuesta.)
Comoquiera que sea, según decían los
cristianos del Movimiento Obrero, “¡hasta mañana en el altar!”, que ya tendrá
que ser el del Cielo.
Noviembre, 2012.
Luis Alberto
Henríquez Lorenzo.
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